domingo, 17 de marzo de 2013

EN EL AEROPUERTO



Hasta el lunes que nos veamos, hasta el lunes.

Capítulo 2: De la nieve

Desde que el capitán anunció que estábamos próximos a aterrizar a mí se me vino el mundo encima. Yo no quería llegar, o más bien, no quería estar de vuelta en el mismo punto. Poco a poco me di cuenta cómo las 10:45 de la noche se reflejaba en una ciudad muerta y que desde arriba se ve más occisa, más inerte, más fría.

El descenso del pájaro metálico fue en calma, como una caricia sobre la mejilla de una pareja enamorada. Estaba teñida del patetismo de lo que se cree eterno pero que en realidad es efímero. Cuando las llantas tocaron suelo la gente sintió alivio, incluso sonrió. Yo estaba impertérrito en mi estado de desánimo, no quería volver. No quería volver a la casa donde nadie me espera.

Fueron casi diez minutos tratando de bajar. Toda la gente se apresuró a tomar su equipaje del maletero y quedé atrapado en aquella silla D16. Luego caminé a través del pasillo y casi medio aeropuerto hasta llegar a la cinta deslizable que traía la maleta más grande, la que estaba llena de regalos para el viento, y la gastritis.

Luego pude irme de allí. Creo que ninguno contempla la soledad sino hasta que está acompañado de nadie en la nada. Y ese día yo estaba con 65 personas que para mí no eran nadie. La primera sonrisa cordial fue la de una rubia de ojos claros que me preguntó: ¿Servicio de hotel? Y muy injustamente, lo reconozco, la miré con rabia. Luego le devolví la sonrisa y picando el ojo le negué con la cabeza.

La chica pelinegra de ojos café oscuro que me estaba haciendo sonrisas en la sala de espera del Aeropuerto Internacional Charles de Gaulle salió corriendo a abrazar a su novio. La odié, por su coquetería tan desleal. Luego una mujer de cabello tinturado de rubio se abrazó con su esposo. Él la esperaba impaciente con un ramo de flores en la mano, ese abrazo ambos lo esperaban, se notaba en su emoción, en la fuerza, en el beso, en la lágrima que resbala por la mejilla del hombre. Bajé la mirada, respiré profundo y mis pensamientos fueron interrumpidos por una chica rolliza de chaqueta azul con amarillo.

  •          Taxis autorizados al fondo por favor.

Asentí con la cabeza y caminé con parsimonia. Cuando eres quien llega, debe sentirse bien que alguien se emocione con tu arribo, claro, alimenta el ego, eres importante para alguien. Pero acá quiero ser enfático y no llamarnos a embustes, ser importante para cualquiera lo logra, en efecto, cualquiera. Pero ser importante para alguien que vale la pena, eso se gana y es algo para estar orgulloso.

Ese día no quise ser importante para nadie, por voluntad propia. Quería simplemente pasar y que me confundieran con una corriente de aire buscando una roca para desaparecer. No percaté a nadie de mi partida, tampoco de mi llegada. Solo llegué al puerto agrietado de un alma errante.

Tomé un taxi y le dije que me llevara a casa. Ya eran las 11:30, hacía frío y precisaba de algo de descanso. Al llegar, 10 minutos después, pagué y caminé hasta la puerta. El interior estaba  apagado, oscuro y frío. Si pudiera, tomaría ladrillo a ladrillo, y me llevaría esta construcción lejos,  pero no nos engañemos solos, eso no se podía. Abrí la puerta y dejé las maletas en la sala.

Me recosté en el sofá y cerré los ojos, entonces vi el único rostro que quería ver, por el que había vuelto. Solo ahí lo iba a encontrar. Solo mi familia y ese rostro me hicieron volver, el resto se podía ir a las calientes fosas infernales del averno. Me acomodé y recordé la nieve que cayó ese último día sobre Paris, la que vi desde la ventana de mi habitación en el Hotel Des Chevaliers ubicado en el 30 de la Rue Turenne. Luego caí dormido mientras rememoraba y sentía en mis labios el roce del pabellón de su oreja cuando le susurré la última frase antes de irme: Hasta el lunes que nos veamos, hasta el lunes.

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