Escúchese la canción Yo Quisiera de Oscar de León,
antes de leer este cuento.
Creo en el infinito porque yo acabo de verlo.
Yo era un pequeño niño de doce
años y aquella tarde estaba sentado en las piernas de mi abuela. Ella era una mujer
de cabello plateado, espalda algo encorvada y una sabiduría insuperable, producto
de sus noventa y tantos años de vida. Con la paciencia y el amor que la
caracterizaban, me organizó el cabello con su mano y me dijo: no vaya a sufrir por mujeres hijo- Hizo
una pausa y respiró profundo- el hombre
se casa con la que quiere y la mujer se casa con el que puede. Luego de eso
me cobijó en un abrazo de esos en los que puedes suponer que va a pasar un
vendaval y uno va a estar seguro.
Desde eso ya han pasado
exactamente doce años y, hoy, estoy
completamente seguro que lo que me dijo sigue siendo cierto, pero por alguna
razón, y tal vez porque su corazón está en los altares de los espíritus inmaculados
de mi templo interno, considero que a ella era la única que le funcionaba.
Al contrario de lo que me dijo,
me he encontrado a mí mismo sufriendo por tantas mujeres que ya he perdido la
cuenta de mis corazones rotos y amoríos que ahora reposan en el fondo de un
caño emocional. No hay referencia numérica de esas féminas que aseguran
quererme como nunca han querido a nadie y terminan siendo un compendio de
basura acumulada en el lóbulo cerebral en el que se revuelcan mis recuerdos.
Si tal vez escribiera por cada
una de esas señoritas que han maltratado el corazón tal vez no acabaría en un
buen tiempo, pero como hasta ahora se me dio esto de escribir, solo enunciaré a
la mujer que, de forma más reciente, hizo que me ilusionara con un amor
fantasmal que acabó en una noche que ahora me dispongo a relatar.
Lastimosamente la naturaleza me
castigó con un corazón enamoradizo y ello hizo que no pudiera seguir al pie de
la letra el consejo de mi abuela, y lo digo porque, en efecto yo me he
enamorado de muchas cosas: Del libro de historia religiosa editado en 1964 por
el que pagué casi medio millón de pesos; del piano, el violín, la guitarra y el
bajo que ahora me acompañan en mis múltiples travesías por los bosques internos
de mi alma; del equipo de futbol al que sigo, entre otras muchas cosas.
Sin embargo, a esta lista debo
incluir esas mujeres que me robaron los pensamientos y de hecho, aún, en
algunas noches en las que me encuentro con un lápiz y un papel en la mano, sigo
pensando en ellas. Por ejemplo a Camilita, la cajera de Citibank que despertaba
la envidia de sus compañeras de trabajo no solo por su competitividad sino por
su belleza física en la que sobresalían sus senos 36-B; Ximena, la de ojos
rasgados, que hacía sorprender a toda la clase de semiótica básica cuando
atinaba a dar sus apreciaciones milimétricas y acertadas -ella también hizo
despertar la desazón ponzoñosa de todas las mujeres de la clase-; O Johanna, que
lograba llamar la atención por su cuerpo perfectamente moldeado al que se le
notaba un juicioso entrenamiento de pesas en el gimnasio. La lista seguiría,
pero como veremos, ninguna de ellas es la protagonista de este relato.
Ninguno de estos amores nombrados
(de los cuales varios solo fueron eminentemente platónicos) se compara al menos
de forma mínima con la historia corta pero letal que marco Anna, la chica de
ojos azules, y digo corta y letal porque creo que ninguna experiencia amorosa
marca tanto, como aquella en la que sientes que han quedado cosas pendiente por
vivir.
Alguna vez critiqué horriblemente
la red social diabólica llamada Facebook porque gracias a esa endemoniada
plataforma terminé con mi ex-novia Tamara y de nada valieron las rosas, la
serenata o el gato que le compré para que nos reconciliáramos; al final el gato
lo disfruto mi primita. Sumado a esto, pensaba que las fotos naturales de dicha
red social tienen un estrepitoso porcentaje de cero, lo cual, da a entender que
la fiabilidad de quien conoces por medios virtuales es tan falsa como la sinceridad
de un político, valga la comparación.
Como si el cosmos quisiera
cerrarme la boca, suena paradójico decir que con Anna tuvimos nuestra primera
“conversación” larga a través de Facebook. Desde entonces, el perfil de ella lo
visitaba de 15 a 16 veces en menos de 14 horas para saber si estaba conectada y
así podía al menos saludarla. Pero resurjamos al día en que por primera vez
tuvimos “contacto”.
Fue el 14 de enero, lo recuerdo
perfectamente. Ella y yo nos reconocíamos de vista pero nunca habíamos cruzado
una sola palabra. Nos encontramos algunas veces en la oficina de la facultad de
cuya carrera no nombro por razones de seguridad, pero jamás pasamos de un
saludo cordial. Yo, que soy un hombre de retos y, asimismo, un imán de
problemas de faldas, mujeres celosas-obsesivas y con tendencias
suicido-depresivas, decidí lanzarme de cabeza al agua y enviarle una invitación
de amistad (término muy corrompido para esta pobre red anti-social). ¿Por qué? El
motivo inicial fue haber encontrado una foto de ella cuya descripción supera por
mucho a todo adjetivo posible de belleza, luego fue simple curiosidad.
Pasaron exactamente 5 minutos
cuando al globito azul en la esquina superior izquierda le salió otro globo más
pequeño que tenía un número uno. Al dar clic decía “Anna ha aceptado tu solicitud de amistad”.
Ella tenía reputación de chica
petulante, así que decidí ponerla a prueba. Vi las fotos, y le dejé un mensaje.
Una hora después ella respondió preguntándome quién era yo.
Cínicamente le dije que era un
amigo de la universidad que alguna vez la había saludado pero que probablemente
no se acordaría (mentira). Ella, inocente del tema, dijo que muy seguramente
sería así, que tenía una memoria terrible y que le disculpara por su descuido. Así
empezamos a escribirnos un poco más y progresivamente empezamos a llamarnos
casi todos los días.
Era ya 26 de enero. Sería la
primera vez que nos veríamos fuera de la universidad y tendríamos una verdadera
conversación sin presiones ni boberías digitales. El punto de encuentro era la
plaza de Lourdes.
Cuando el reloj marcaba las 7:00
de la noche, ella apareció por la esquina de Mc Donald´s con una perfección que
al edonismo propio le daría envidia de mis ojos. Un cuerpo de 1.60 metros de
milimétrica exquisitez. Cabello negro liso hasta la mitad de la espalda, nariz respingada,
labios gruesos cuyo brillo contrastaba con sus blancas mejillas sin maquillaje,
abdomen plano, senos proporcionados perfectamente a su estatura, brazos delgados
y delicadamente tonificados por un entrenamiento de pesas que había abandonado
hace algunos meses, y esos ojos color cielo que podrían desvanecer cualquier
dolor con solo un parpadeo.
Me saludó como si fuéramos dos
viejos amigos que no se ven hace una década. Nos abrazamos y nos preguntamos al
oído como estábamos, y aunque no nos contestamos duramos abrazados lo que para
mí fue un suspiro pero que en tiempo real fue más tiempo de lo saludable.
Caminamos un rato y vimos como el
paisaje apocalíptico de esta caótica ciudad se transformaba en un jardín que
incluía conejos saltando y golondrinas que afinaban la Marsellesa. Observamos a
una banda de ladrones subirse a un bus, un indigente inhalando pegante de una bolsa
plástica, un sujeto encorbatado persiguiendo una hoja que accidentalmente dejó
caer, y todo eso parecía no tocar en absoluto la perfección que ella provocaba
cuando estaba a mi lado.
Pasamos frente a un bar de
tendencia latina y, frente a él, estaba un sujeto fumando un tabaco y mirando
un Aston Martín modelo 78 que salía del edificio del frente. Yo conocía aquel
tipo, era sin duda Jairo, el DJ de salsa con quién tantas veces nos sentamos a
discutir si Andy Montañez debió seguir o no cantando con Tanya de Venezuela. Ese
amigo, ese compañero de tanto tiempo me saludó con el abrazo fraternal de un
padre que ve a su hijo pródigo llegar.
Posteriormente saludó a Anna y me
miró de forma interrogante reclamando por la presencia de Tamara. Yo con una
mirada igual le conteste que por el amor de su Dios no me hiciera preguntas al
respecto, y debió entenderlo, porque, luego de invitarnos a pasar al bar, él
sirvió de cómplice en mis artilugios de cortejo para con mi acompañante.
Una seguidilla de Richie Ray
& Bobby Cruz, Héctor Lavoe y Tito Puente nos hicieron bailar casi toda la
noche. El ambiente se estaba tornando en una combinación entre festiva y
romántica cuando sonó una canción que completaría un entorno de coquetería
evidente: Yo quisiera de Oscar
de León.
Tan pronto como empezó a sonar fuimos
caminando hacia la pista de baile. Ella me tomó por el cuello y yo la tomé por
la cintura. Ahí nuestros cuerpos se juntaron como si no quisieran despegarse
jamás. Sentí su respiración en mi oído y el mundo real perdió todo su
significado: - ♪ Yo
quisiera princesita que en la vida♪ -
empezamos a bailar coordinados a la perfección - ♪ Solo fueras para mí mi único anhelo ♪- despacio me susurró en el oído un ”te
quiero” -♪ y
quisiera virgencita que en el cielo ♪- le
contesté a forma de susurro “también te quiero”, casi en el lóbulo de la oreja
alcanzado a rozar allí mis labios - ♪ dónde
alumbran las estrellas por millares, delirare mi amor, se hacen luceros ♪ - despacio muy despacio, con la
cadencia de los pasos, las mejillas se fueron rozando y nuestras bocas estaban
acercándose -♪pa´ que
adorándote viva, pa´ que adorándote muera♪- nuestras
bocas se encontraron. El mundo careció por completo de importancia alguna, mi
universo se convirtió en sus labios y mis labios, sus manos en mi espalda y sus
ojos que, aunque cerrados, estaban en mi cabeza -♪para entregarte la vida, veras qué feliz
seremos, vida mía dame tu amor, tu amor♪. Nos
besamos.
Lo que pasó luego no lo recuerdo bien,
al parecer perdí la conciencia en medio de la emoción desbordante. Después solo
supe que estábamos sentados en la mesa y Jairo, desde la barra del bar, me
hacía miradas cómplices de aprobación. Anna me miraba con sus ojos color cielo
y yo la miraba como quien contempla la perfección de su anatomía
milimétricamente armoniosa con lo que la rodeaba. Un blue jean, unas botas
negras de tacón y una camisa blanca de hombro caído eran los adornos de 160
centímetros de perfección absoluta.
-Cuando salgamos sentiremos mucho frío
¿no crees? –me dijo con una seriedad fingida que se me antojaba deliciosa
-Si- le dije- pero para eso es que
estoy contigo, para acabar con ese frío ¿no?
-Yo estoy atenta de cualquier
sugerencia para que a ambos se nos quite ese frío y quede transformado en un
saludable calor- me dijo con una sonrisa pícara mientras se ponía su chaqueta
de cuero negro.
Tomé mi chaqueta. Sin decirnos nada
más, pagué la cuenta y salimos del lugar.