martes, 1 de noviembre de 2016

CLANDESTINO III

Amanece ya mi ángel
  • Es mejor no besarnos tanto.
  • ¿Por qué?
  • Porque cuando el beso no se vuelve expresión sino rutina, habitar los labios del otro se vuelve una costumbre tan vacía como mirar el reloj. Es mejor seguir siendo clandestinos, jugar a besarnos con la mirada y hacer que tu boca y mi boca se vuelvan aventuras; sigamos viéndonos de lejos con ganas de entregarnos pero nunca poseernos; hagamos que el deseo de estallar se acumule y se haga realidad en un rincón en el que nadie nos encuentre. No juntemos nuestros labios tan a menudo y muéstrame que sabes besar de esa forma que me deja siempre el deseo de repetir ese momento. 


miércoles, 26 de octubre de 2016

CLANDESTINO II

Para pasar de la esquina de su boca a un beso franco, de esos que no se acaban aunque los labios se separen, solo necesité un segundo de valor.

I

Gris y una película de Jean Rouch. El cariño estaba sentado desnudo sobre la mesa mientras trataba de ponerse un paisaje que no era de su talla. Ella estaba de espaldas, no la miré ni ella me miró, pero sí sentía su respiración, esa forma de saberla viva que, hasta este momento me sigue embistiendo y me deja tendido. Afuera la lluvia suave me recordó que dentro mío también llovía a causa de su distancia, porque hace mucho que entendí que estar lejos no se mide en centímetros sino en silencios con sabor a espina.

Me quedé colgado del borde de su abismo con ganas de hablarle, pero su seriedad me respondió siempre; su completo viaje por el lugar donde no pertenecía me diluyó un poco más en la lluvia que me habitaba. Entonces, solo me quedó fingir y respirar para que siguiera la tarde. 

II

Cerré la puerta y ella por primera vez se giró hacia mí. Ya no estábamos siendo perforados por la vista involuntaria de nadie; estábamos solos, estábamos gozando nuestra soledad como si esa puerta hubiese significado ignorar el paisaje, la lluvia y las espinas. Me lancé a encontrarme con sus brazos y con esa esquina clandestina de sus labios. Entonces el valor apareció y los recuerdos se volvieron pequeños pedazos de locura, que unidos, me dejaron sentir sus labios en los míos, la respiración acelerada, la sonrisa oculta, la belleza hecha un beso. 
III

¿A qué hora se acaba el tiempo?, ¿cuándo se llega al final si se camina en círculos? Ya han pasado cerca de dos o tres horas y ni la imagen ni la sonrisa se han ido. Su mirada se combina con las ganas perfectas de tomarla de la mano de nuevo y llevarla a un sitio donde nos encontramos siempre con un beso anhelado. Ese segundo de valor me dejó la sonrisa y solo por eso y por pertenecerle, así sea por unos segundos, todo ha valido la pena.

viernes, 21 de octubre de 2016

CLANDESTINO

Amanece ya mi ángel. 
Extracto. 

Ese beso, ese pedazo de beso que no te da de lleno en la boca pero sí te abraza el alma entera. Con ese beso ya no cabe ningún otro pensamiento en la cabeza.

Su mano entre la mía se volvía de a pocos más poético que Neruda con un vino en la mano. El simple hecho de jugar con sus dedos entre los míos me desarma la voluntad hasta el hueso; me toma, me reescribe entero, me disuelve en el licor y me bebe de un trago.

De la mano al antebrazo había solo un poco más de cariño de distancia. Esa caricia clandestina que me llegaba a las venas y que ahora hacía parte de mi vida, encuentra siempre el punto estratégico donde la razón es un adorno; ese punto donde finjo tontamente ser el mismo a pesar de no ser siquiera; ese punto escondido donde ella aún no conoce que su existencia irresponsable materializó lo que imaginaba una mujer imposible; una mujer más mujer que una tarde de Brahms y vino.

Ella no pregunta nada, me hace suyo con una sonrisa porque sabe que es su derecho. No me suelta el antebrazo y yo con esa sujeción disfruto cada momento que puedo pertenecerle. El guiño pícaro de su ojo me grita que ya sabe lo que pienso y me deja listo para recorrer mi vista en su sonrisa. Quiero desaparecer con ella, comerme el mundo y así quedar desprovistos de un lugar dónde regresar.


Sin más me sonríe de nuevo. Y sucede. Me da ese beso, ese pedazo de beso que no te da de lleno en la boca pero sí te abraza el alma entera. Con un adiós, seco y clandestino, se aleja, segura de haberme hecho feliz por haberle pertenecido una vez más.

jueves, 5 de mayo de 2016

ELLA EN EL BALCÓN



I

La tarde era gris y en cada nube había algo de tango. Como siempre, desde el décimo piso en que vivía, quedé en agonía frente a la ventana mirando hacia el balcón del noveno nivel del edificio que quedaba en frente. Estaba listo para verla. 3:45, un vaso de vino y el álbum Tanguedia de Amor de Astor Piazzola, canción 8, me completaban la atmósfera de esa función que era belleza y tragedia; manjar y café frío; soledad acompañada.

La silla de  plástico, ya rota en uno de los apoyabrazos, no se me antojaba tan cómoda. Por eso, decidí simplemente quedarme de pie frente a la ventana y verla desde ahí, merodearla con la vista como un vagabundo en el patio de ricos. Esa macilenta cortina roída por mis asedios de cada tarde me sostenía la mirada, fija, disfrutando de mi impaciencia. Serví otro vino y subí el volumen. Las notas de Tristeza y separación me llevaron a otro lugar en el que ella y yo nos sentábamos en Buenos Aires, desiertos y desocupados de mundo, bebiéndonos los placeres hasta la saciedad. 

II
3: 55 p.m. 

Giro. Bebo lo que queda del ron y me sirvo otro vaso. Me asomo a la ventana de nuevo y veo cómo la cortina se mueve a la derecha con desgano. Ella salió, abrió una puerta de vidrio, se recostó en el balcón y me arrebató el movimiento. Un suéter gris descolorido con la cara de Mickey Mouse y un pantalón corto le delineaban la figura, como si hasta la tela no quisiera desperdiciar la oportunidad de tocarla, mientras tanto, yo prendía un cigarrillo y sonreía al aire. ¡Qué ganas de lanzarme por la ventana hacia ella! ¿Pero qué le digo? Traigo la silla rota, me siento y la detallo.

Con la mano se acomodó un mechón detrás de la oreja, pareció quedarse pensativa y sonrió. El cabello dorado enmarcó los ojos verdes y los labios que parecían dispuestos siempre al beso. Tomó algo que supongo que era vino y se pintó a ella misma en un Giorgione perfecto. Las mujeres con un vino en la mano son dignas de inmortalizarse en la pintura, porque lo toman con el irrespeto y la sensualidad de quien se puede comer el mundo desde un balcón.

Me deshice de la colilla del cigarrillo e inmediatamente prendí otro. Con la primera calada, Astor Piazzola se convirtió en lamento y el día en domingo envejecido.

III
 4:26 p.m.

Entró por un momento a su apartamento y regresó con más vino. La tarde comenzó a caerle a los pies y yo la miraba con la resignación de un condenado; la nube gris conspiró para que ella entrara a su apartamento más temprano de lo habitual dejando a su paso el hedor de un amor nacido muerto. 

Cerré la cortina dispuesto a matarme un poco más. Me acosté en el sofá y cerré los ojos tratando de dibujar su mano acomodando el mechón detrás de la oreja. Frustrado por no poder imaginarla tan bella como era, tomo más ron, cierro los ojos y regreso a Buenos Aires, donde junto a ella y complacido por las rebosantes copas de placer que bebemos, decidimos quedarnos, hasta que mañana en el reloj sean las 3:45.

jueves, 17 de marzo de 2016

TEXTO EN SERIE

(Si no encuentra el sentido, no se preocupe. Nosotros también lo seguimos buscando)

Ella buscaba por todo el restaurante pero no lo encontraba. La paciencia se le iba acabando. Caminaba atropelladamente entre las sillas de varias personas que ya se encontraban cenando e incluso golpeó los espaldares descuidadamente mientras pasaba con aire de desesperación. En una esquina se encontraba un hombre que la miraba, camuflado detrás de un libro que simulaba estar leyendo. Ella lo vio y se dirigió hacia él mientras recuperaba la tranquilidad en la respiración.
  • ¿Vino? – preguntó mientras se sentaba y arrojaba el paraguas húmedo en la silla vacía que quedaba a su lado. Él quedaba en el puesto más lejano. En el frente.
  • Como siempre…
  • No, vuelvas a hacerlo – Lo interrumpió.
  • ¿Hacer qué?
  • Simular que estás solo cuando siempre he querido estar contigo.
  • ¿Lo dices porque te veo llegar escondido detrás de un libro?
  • Lo digo porque finges que eso te importa más que mi presencia.


Él tomó un sorbo largo del café y se enderezó en la silla. La miró mientras trataba de recordar lo que debía decirle a Laura cuando la tuviera al frente.

  • Laura – dijo mientras sonreía – ese ahora es tu nombre. Lo siento si no te gusta, pero tenía que ponerte uno en la historia, al fin y al cabo yo la estoy escribiendo.
  • ¿Por qué me pusiste Laura?
  • Nunca he tenido una novia con ese nombre, por qué no empezar en una historia, en esta historia.
  • Porque si quiero estar en tu vida, así sea como un recuerdo, quiero estar con mi nombre real.
  • Nunca me gustó tu nombre.
  • ¿Por qué nunca me lo dijiste?
  • Porque quería imaginarme en ti algo mucho mejor, empezando por tu nombre.


El camarero entró en la escena, por la derecha como decía el libreto. Preguntó qué querían y respondieron que el vino de siempre. No era la primera vez que lo pedían. Ella continuó la conversación.

  • ¿Hablábamos de música?
  • Sí, tu nombre no rima con nada.
  • Siempre tuviste poca imaginación.
  • Siempre tuve poca imaginación porque jamás me dejaste imaginar algo que no te incluyera.


Ella contuvo a medias la risa y miró en todas las direcciones. Notó cómo el resto de personas en el restaurante estaban metidas en su papel.

  •  Esta escena se nos salió de las manos hace rato, ¿verdad? – Preguntó ella.
  • No te despidas.
  • Igual ya estabas solo ¿no?
  • ¿Qué es la soledad? – La pregunta provocó que ella ensombreciera su rostro - ¿Cómo sabes que yo estoy solo?, ¿qué sabes tú de la soledad?


Silencio. El continuó.

  • Tú crees que la soledad son los pensamientos de un poeta o crees que es la copia barata y física de una canción melancólica. Tú no sabes nada de la soledad y sabes muchísimo menos de mí. Solo sabes que te miraba escondido detrás de un libro y que hemos pedido vino.
  • ¿Tú qué sabes de mí?
  • Que no quieres tener hijos.
  • Ni mascotas – complementó ella.
  • Ni vida - dijo él mientras tomaba su abrigo y se ponía de pie.
  • ¿No esperas el vino?
  • No, tú y yo sabemos que ese vino no es para mí sino para la persona que en verdad estás esperando.


No era la primera vez que lo pedían, pero él no era parte de esa escena. Tomó su abrigo dejándola allí, sentada. No miró hacia atrás ni titubeó en su paso. Al llegar a la puerta del restaurante abrió el paraguas y caminó catorce calles hacia el norte bajo la inclemente lluvia. Al llegar a su destino, él buscaba por todo el restaurante pero no la encontraba. La paciencia se le iba acabando. Caminaba atropelladamente entre las sillas de varias personas que ya se encontraban cenando e incluso golpeó los espaldares descuidadamente mientras pasaba con aire de desesperación. En una esquina se encontraba una mujer que lo miraba, camuflada detrás de un libro que simulaba estar leyendo. Él la vio y se dirigió hacia ella mientras recuperaba la tranquilidad en la respiración.

  • ¿Vino? – preguntó mientras se sentaba arrojaba el paraguas húmedo en la silla vacía que quedaba a su lado. Ella quedaba en el puesto más lejano. En el frente.
  • Como siempre…


Antonomasia mutante