jueves, 5 de mayo de 2016

ELLA EN EL BALCÓN



I

La tarde era gris y en cada nube había algo de tango. Como siempre, desde el décimo piso en que vivía, quedé en agonía frente a la ventana mirando hacia el balcón del noveno nivel del edificio que quedaba en frente. Estaba listo para verla. 3:45, un vaso de vino y el álbum Tanguedia de Amor de Astor Piazzola, canción 8, me completaban la atmósfera de esa función que era belleza y tragedia; manjar y café frío; soledad acompañada.

La silla de  plástico, ya rota en uno de los apoyabrazos, no se me antojaba tan cómoda. Por eso, decidí simplemente quedarme de pie frente a la ventana y verla desde ahí, merodearla con la vista como un vagabundo en el patio de ricos. Esa macilenta cortina roída por mis asedios de cada tarde me sostenía la mirada, fija, disfrutando de mi impaciencia. Serví otro vino y subí el volumen. Las notas de Tristeza y separación me llevaron a otro lugar en el que ella y yo nos sentábamos en Buenos Aires, desiertos y desocupados de mundo, bebiéndonos los placeres hasta la saciedad. 

II
3: 55 p.m. 

Giro. Bebo lo que queda del ron y me sirvo otro vaso. Me asomo a la ventana de nuevo y veo cómo la cortina se mueve a la derecha con desgano. Ella salió, abrió una puerta de vidrio, se recostó en el balcón y me arrebató el movimiento. Un suéter gris descolorido con la cara de Mickey Mouse y un pantalón corto le delineaban la figura, como si hasta la tela no quisiera desperdiciar la oportunidad de tocarla, mientras tanto, yo prendía un cigarrillo y sonreía al aire. ¡Qué ganas de lanzarme por la ventana hacia ella! ¿Pero qué le digo? Traigo la silla rota, me siento y la detallo.

Con la mano se acomodó un mechón detrás de la oreja, pareció quedarse pensativa y sonrió. El cabello dorado enmarcó los ojos verdes y los labios que parecían dispuestos siempre al beso. Tomó algo que supongo que era vino y se pintó a ella misma en un Giorgione perfecto. Las mujeres con un vino en la mano son dignas de inmortalizarse en la pintura, porque lo toman con el irrespeto y la sensualidad de quien se puede comer el mundo desde un balcón.

Me deshice de la colilla del cigarrillo e inmediatamente prendí otro. Con la primera calada, Astor Piazzola se convirtió en lamento y el día en domingo envejecido.

III
 4:26 p.m.

Entró por un momento a su apartamento y regresó con más vino. La tarde comenzó a caerle a los pies y yo la miraba con la resignación de un condenado; la nube gris conspiró para que ella entrara a su apartamento más temprano de lo habitual dejando a su paso el hedor de un amor nacido muerto. 

Cerré la cortina dispuesto a matarme un poco más. Me acosté en el sofá y cerré los ojos tratando de dibujar su mano acomodando el mechón detrás de la oreja. Frustrado por no poder imaginarla tan bella como era, tomo más ron, cierro los ojos y regreso a Buenos Aires, donde junto a ella y complacido por las rebosantes copas de placer que bebemos, decidimos quedarnos, hasta que mañana en el reloj sean las 3:45.

Antonomasia mutante