sábado, 3 de marzo de 2012

EL AMARTELAMIENTO UTÓPICO III

(Parte 3 de la tetralogía Samanthiana) 

Al nacer la vida me había medicado enamorarme de vos.
No para tener salud, sino para hacer que mi vida valiera la pena



Tu soñaste ver la celeste alborada mientras amanecías en un bar conmigo. Yo soñé empezar el día contigo mientras robaba el sabor de tu copa de vino” Le dije. Ella asintió me dio un beso y se fue en silencio. Algo me decía que no la volvería a ver y tenía razón.

Preguntarnos cómo llegamos hasta esa amarga pero hermosa mañana para mí se convirtió en una pérdida de tiempo tan evidente que dejé de hacerlo. Prefiero recordar copa a copa aquel Gato Negro Chardonay y los minutos que me brindaste antes de tu inexorable partida. Entonces preferí dejar de ahogarme en los porqués y comencé a escribir paso a paso lo que ocurrió aquellas últimas horas con ella, para que quedara una huella indeleble de mi historia.

En mi vida había estado acompañado de muchas personas en infinitos lugares, sin embargo esa mañana junto a Samantha me di cuenta que algo en ella me resultaba único e irreemplazable. El cabello largo hasta más abajo de la mitad de la espalda, sus ondulaciones y rebeldías, sus perfectos movimientos como si dispusieran de voluntad propia, me parecían la invitación más inquietante, erótica y sutil que en mi vida había visto.

La noche anterior a su partida había llegado a mi casa con la excusa de ver una película. Llegó a las 7:40 a mi apartamento, 10 minutos después de la hora acordada, con un vestido negro que dejaba ver la perfecta silueta de su cintura y un buzo estilo torero que apenas cubría sus hombros del frío.

A pesar de mis repetitivas peticiones de no aplicarse maquillaje, su vanidad, también encantadora, fue más fuerte y se aplicó lápiz de ojos y algo de pestañina para resaltar el verde indescifrable de sus ojos.

Me dio un beso en la mejilla de tal manera que sintiera sus labios en mi piel y el olor a su perfume de frutas en mi nariz. Luego nos abrazamos. Fue cuando rodeé su cintura con mis brazos que sentí las puntas de su cabello castaño oscuro suelto a los vientos nocturnos de destino insondable y entré en un estado de emoción desmesurada. Un corrientazo por toda la espalda hizo que el aire no circulara bien por mis pulmones, ello provocó un vacío indescriptible en el estómago en el que cayeron mi motricidad y mi elocuencia.

Parecía más arreglada para un coctel que para una función de cine casero. Yo a duras penas llevaba un pantalón de dril negro y una blanca de cuello (ahora caigo en la cuenta que estaba más formal que de costumbre). Tu casa es muy linda, me parece el colmo que no me hayas invitado antes, me dijo mientras apreciaba una imitación de La Virgen De Las Rocas de Da Vinci que había puesto en la pared que queda detrás del sofá de mi casa.

Pasamos a la mesa, se quitó el buzo dejando sus hombros descubiertos y, su cabello largo, celestial, cayó sobre ellos como si en ese lugar de su anatomía hubiese un lugar premeditado para que se deslizara, un lugar perfecto. Comimos una pasta en salsa de quesos que naturalmente no había preparado yo, sino un amigo muy diestro en las tareas culinarias. La acompañamos una de las dos botellas de Gato Negro Chardonay que tenía en la nevera y hablamos de porqué le gustaban los gatos desde niña, de lo difícil que había sido para ella superar la pérdida de su hermano en un combate entre el ejército y las Farc por allá en el 2004, entre otras confidencias que hicieron que las horas se pasaran demasiado rápido. Definitivamente si quieres acelerar el tiempo deberías hablar siempre con alguien que te agrade, ello nunca me ha fallado.

Terminamos de comer y nos sentamos en el sofá. Aunque era bastante amplio, ella y yo nos hicimos como si midiera 50 centímetros de ancho y lucháramos por mantenernos en él los más juntos posible. Ella cruzó la pierna haciendo que la falda del vestido subiera hasta la mitad de su muslo, pero eso careció de importancia cuando se inclinó hacía adelante y su cabello rozó el muslo haciendo una fotografía equilibrada y perfecta su cuerpo.

Ella veía Hors de Prix dirigida por Pierre Salvadori mientras yo la veía a ella, que jugaba con su cabello enredándolo entre los dedos, luego poniéndolo detrás de su hombro, luego inclinándose para que tapara el escote del vestido que invitaba a ver sus senos naturales hechos a la medida de su cuerpo; se quitaba de la cara algunos mechones cortos y luego ponía de nuevo atención a la película. Yo parecía un gatito que persigue un láser sobre el piso cuando ella movía su cabello, ella era hipnótica, parecía marcar el tiempo del mundo con sus movimientos. Cuando se movía en cámara lenta parecía que su alrededor conspirara para hacerla ver más hermosa, y cuando sonreía la tenue luz parecía aumentar su intensidad para reírse con ella.

En un par de ocasiones en que fingí poner atención a la película la sorprendí mirándome de reojo y ello me hacía fantasear con que aquella noche sería tan perfecta como la había planeado.

Ya se acababa la película cuando ella se inclinó sobre mi hombro dejando su cabello a escasos centímetros de mi cara, su perfume de frutas mezclado con el aroma de algún champú que usó llegaron justo donde antes había sentido ese vacío en el estómago. Ella giró la cabeza levemente y la mirada se nos cruzó. Mi respiración se aceleró y noté que la de ella también, la tenía a pocos centímetros de mí. Los segundos parecieron eternos. Ella me abrazó y yo la abracé. Sentía su rostro más cerca, su nariz tocando la mía, su exhalaciones golpeando mi boca, su ojos cerrándose, mi corazón queriendo salir del pecho y por fin un beso con olor a frutas y sabor a paraíso.

Cuando dejamos de besarnos sonreímos como cómplices de una travesura. Nos abrazamos fuerte y exhalamos como si nos hubiésemos quitado una maleta que nos pesara toneladas. Yo sentía una emoción indescriptible y me negaba a abrir los ojos como si aquello fuera un sueño del que me rehusara a despertar.

El resto de la película lo vimos entre caricias, lo que quedaba del vino y la pregunta de cómo hacer que me besara de nuevo. Cuando empezaron los créditos en el televisor, ella se levantó y fue a llevar las copas al mesón de la cocina. Yo fui tras ella sin que lo notara y cuando se deshizo de las copas en el fregadero, la abracé por la espalda. Ella se encogió en mis brazos y giró la cara para besarnos una vez más, esta vez con más intensidad. Ella puso sus manos en mi cuello y lo la abracé con fuerza. Caminábamos mientras nos besábamos tropezando con sillas y uno que otro mueble. Entramos en la habitación y empujé la puerta para quedar encerrados en un cubil blindado de cualquier perturbación. Ella y yo nos quedamos dentro, a oscuras, solos en medio de un vendaval de…

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