Caminé por el pasillo mientras ese quinto café de la mañana
me reparaba la semántica rota que dejaron tus ausencias hurañas y
malsonantes. Solo esa distancia que se reía burlonamente podía ser tan
torturante como para hacerme creer que la esperanza del día se encontraba en el
fondo de un bolsillo roto.
Mientras deambulaba, vi como cruzaste la puerta y cuadraste
las tiras del bolso sobre tu hombro como
si hiciera parte íntegra de tu anatomía, me miraste, te acercaste y con un beso
en la mejilla dibujaste, una por una, las siluetas de mis ilusiones rotas.
Diste la vuelta y mientras te perdías al fondo del pasillo
me di cuenta que la ensoñación de verte una vez más tomada de mi mano caía por
la borda. De fondo encontré un día gris, opaco y agonizante, que emitía los
mismos tonos que tú combinabas con una sonrisa o un trozo de tela rojo que se
complementaba con el blanco de tu piel.
Doblaste la esquina y me quedé divisando la pared. El mundo
me concedió minutos para pensar y quedarme estático mientras aceptaba tu lugar
en mi mundo: Ese sitio platónico que me
permitía disfrutar del idílico placer de sentir que existes y que prefiero no
tocar salvo para explorar las nuevas estrategias que inventas para sacar lo
mejor de mí.
Terminé lo que quedaba del café y regresé al teclado. Me
dispuse a escribir solo para hacer frente a la idea de buscarte y para irme
acostumbrando a dejar morir la idea de sentir tus labios una vez más. Sin
embargo, debo afrontarte y admitir que sin importar quién sea tu rival en mi
cabeza, tu ganarás la batalla solo con sonreír.
¡Pequeña princesa! Cómo quisiera que bajaras del trono y me
dieras un beso más, uno de esos que sabes tatuar en la pupila de los labios y
que pones a caminar por los laberintos de mi cabeza.
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